Domingo 4º Cuaresma C_2022

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Estudio de Evangelio. Diego Dubón Pretus, diócesis de Menorca

La alegría del amor

 

 

 27 marzo 2022. Lucas 15, 11-32

                                             

La parábola del hijo pródigo o del Padre misericordioso es uno de los relatos evangélicos más bellos y aleccionadores que podemos reflexionar.  En él, a través de una historia muy humana y entrañable, llena de ternura, se nos destaca la infinita misericordia del corazón del Padre. La parábola encierra una gran lección y un testimonio ejemplar que propicia una profunda reflexión y un obrar en consecuencia. Si entramos en el fondo de cada personaje, no nos será difícil hallar algunos retazos de nuestra propia vida. El texto, en su globalidad, es una firme llamada al perdón, a la celebración y a la fiesta organizada para expresar el gozo y el júbilo que se experimenta por el regreso de quien se alejó de la casa del Padre. Porque de eso trata la narración: de un camino de retorno al Padre, una propuesta muy oportuna en este tiempo cuaresmal, que anticipa la gozosa novedad purificadora de la Pascua, gracias al amor sin límites de Jesucristo con su entrega para salvarnos.
 
Si analizamos con cierto detenimiento el contenido del relato y las actitudes de sus protagonistas, podemos observar la especial relevancia que otorga el narrador a la figura del Padre, auténtico protagonista de la parábola, aunque tradicionalmente se haya puesto el acento en la persona del hijo pródigo. No en vano Lucas, quien mejor ha expresado la ternura de Dios, centra la trama narrativa en la infinita misericordia del Padre que anhela y espera incondicionalmente, con los brazos abiertos, el regreso del hijo al hogar familiar. En este sentido es muy interesante considerar el modo con que el Padre ejerce esta misericordia.
 
De entrada, sorprende la actitud inicial del hijo menor en relación con el Padre a quien exige que le dé la parte de la herencia que le corresponde sin tener ningún plan preconcebido ni ningún otro criterio que no sea, sin más, abandonar la relación familiar para lanzarse a vivir una incierta aventura en solitario en la que gastar la fortuna heredada. Inmerso en una desgraciada y dolorosa experiencia libertina, el hermano menor, acuciado por el hambre, una vez despilfarrada la fortuna heredada, sufre las consecuencias de haber perdido la dignidad y toda esperanza y, en aquella situación extrema de indefensión y necesidad, siente que su vida ha perdido el sentido y es entonces cuando reconoce su debilidad y el pecado cometido y humildemente comprende que sólo podrá recobrar la dignidad y la plenitud de vida regresando a la casa paterna para reparar la lamentable ruptura con el Padre: es el camino de la necesaria conversión. “Me levantaré, iré a mi padre y le diré: Padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; tenme como a uno de tus jornaleros” La engañosa felicidad que había creído hallar en el mundo lo había sumido en un vacío aterrador, alejado del Padre.
 
Por su parte, el hermano mayor, aquel “que se indignó y se negaba a entrar en la casa”, nos es presentado como un hijo cumplidor, que se comporta bien con su padre, preocupado por gestionar bien  la hacienda familiar sin requerir nada para él. Sin embargo su actitud orgullosa y farisaica le incapacita para experimentar un verdadero amor fraternal y filial, una circunstancia que se evidencia cuando tiene lugar el regreso de su hermano, a quien renuncia a llamarlo así, cuando dirigiéndose al Padre lo nombra “ese hijo tuyo”, como si no hubiera ningún vínculo fraternal entre ambos. Al regresar de su faena en el campo, y al oír la música y el jolgorio de la fiesta, enterado por uno de los criados del regreso de su hermano, se siente ofendido por la acogida cariñosa y misericordiosa del Padre y, envidioso, se niega a entrar y participar de la fiesta, incapaz de entender la generosidad y el inmenso amor del Padre, cuya argumentación encierra un mensaje contundente y muy razonable: “¡Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo! En cambio, tu hermano, que estaba muerto, ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado. Convenía festejarlo y alegrarse por ello.”  Es la viva imagen del fariseo, vanidoso, que evidencia una penosa sequedad de corazón, incapaz de apreciar la entrañable ternura y misericordia del Padre: “Hace tantos años que te sirvo sin desobedecerte y nunca me has dado un cabrito para festejar con mis amigos…” ni de valorar el privilegio de haber gozado el confort del hogar, la alegría familiar y el cariño paterno. En el corazón del Padre no hay lugar  para ningún reproche  ni castigo, siempre predispuesto al perdón regenerador. Sorprende muy gratamente la reacción del Padre, quien antepone el bien del hijo a los supuestos resarcimientos derivados de la justicia humana y quiere la vida plena de sus hijos, sustentada, eso sí, en el vínculo insoslayable con el Padre y los hermanos. Su misericordia es infinitamente superior a la fragilidad y al pecado de la humanidad. Al orar con el salmo 102 refrendamos la creencia de que “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. No nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas…”
 
Recordemos que Jesús pronunció esta parábola para justificar ante los escribas y fariseos la razón de su acogida a los pecadores y su disposición a compartir la mesa con ellos ( Lc 15, 1-2) Desde su pretendida perfección, eran incapaces de comprender esta cercanía con publicanos y pecadores. Como siempre, la respuesta sabia de Jesús es definitiva: “Los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. No he venido a llamar a penitencia a los  justos, sino a los pecadores” ( Lc 5,32). Es evidente que en su lectura nos podemos sentir interpelados tanto por la miseria del hijo menor como por la mezquindad del hermano mayor. Por nuestras flaquezas es cierto que, en diversas ocasiones, nos alejamos del Padre y sentimos la experiencia del propio pecado, pero es entonces cuando, fruto de nuestra confianza en su infinita misericordia, creemos en su profundo amor reparador con el que nos acoge como buen padre complaciente. Esta parábola, inserta en el tiempo cuaresmal, que es un ámbito propicio para la revisión y la conversión de nuestras vidas, encierra finalmente otra gran lección: Si de verdad queremos ser auténticos seguidores de Jesús y  seguir sus pasos, hemos de practicar  el perdón en nuestras relaciones con los demás que es otra forma espléndida de amar y de favorecer la reconciliación.
                                                                    
Diego Dubón Pretus
Equipo Laicos del Prado de Menorca