IV Domingo Cuaresma - B

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Estudio de Evangelio. José Ramón Peláez Sanz. diócesis de Valladolid

 

14 marzo 2021. Juan 3, 14-21

En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna.  Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna.  Porque Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él.  El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Unigénito de Dios.  Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas.  Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras.  En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”.

 

Desde estas primeras páginas del evangelio de Juan se presenta cuál va a ser el culmen del amor de Dios revelado en Jesús: su muerte en cruz donde manifestará su gloria y nuestra salvación.

 

Este exceso de amor es una sorpresa para quienes como Nicodemo vivían esperando los tiempos del Mesías entendiendo que ese sería “el día de la ira”: el día en que Dios revela su cólera y castiga el mal.

 

Muy al contrario, en Jesús Dios se nos revela como Amor que libera del mal y de todo castigo a quienes lo acojan con fe. Al revelarse en el Hijo, Dios no castiga por los pecados, sino que, en un exceso de amor sin límites, Él paga por ellos en la cruz.

 

Jesús se lo explica a Nicodemo con una imagen del Antiguo Testamento (Nm 21, 4-9). Las serpientes, que habían sido un castigo de Dios por las quejas del pueblo, se convirtieron en señal de salvación, cuando Moisés hizo un estandarte con una serpiente de bronce que curaba con solo mirarla a los que habían recibido una mordedura venenosa. Así también, el rechazo que va a llevar al Hijo a morir en cruz será causa de salvación y revelación del amor del Padre. El pecado, que sume a las personas en la oscuridad, va a ser la ocasión para que Dios muestre su amor liberador que es luz.

 

Para acoger este amor que salva no se pide nada a cambio, ni ofrendas, ni buenas obras… sólo creer y acoger con humildad ese regalo de amor. Creer con humildad, porque supone dejar de justificarse y de ocultar la propia maldad para sacar a la luz y sin excusas las malas obras que necesitan de perdón. Es de n nuevo la llamada que venimos escuchando tantas veces los últimos domingos: “convertíos y creed en el evangelio” (Mc 1, 15).

 

Es muy impresionante la imagen de la luz. La luz es un don que se da modo gratuito y sin límites: cuando brilla el sol o enciendes una lámpara sus rayos llegan por igual a todos, buenos y malos (Mt 5,45). La luz se refleja en cada cosa y saca lo mejor de ella, las formas y colores que la identifican y distinguen de todo lo demás. La luz se derrama gratuitamente, aunque nadie le preste atención. Y cuando se hace de noche, es siempre con la promesa de que pronto amanecerá y con su reflejo en la luna para que la oscuridad nunca sea completa.

 

Así, tan expansivo como la luz, es el amor de Dios irradiado desde el Hijo elevado sobre el madero de la cruz, capaz de atraer a todos hacia sí (Jn 12,32). Como la luz que se derrama desde lo alto busca a todos sin distinción para renovarlos con su misericordia. Y sólo los que intencionadamente se ocultan de su luz y se emponzoñan en la oscuridad de las malas obras quedarán fuera de él.

 

Es impresionante tanto el alcance universal de la salvación mostrado en la cruz como el respeto de Dios a la libertad de quienes quieran rechazarlo eligiendo la perdición. Como sale el sol así se derrama el amor de Dios en el mundo y alcanza a todos, menos a quienes opten voluntariamente por encerrarse en la oscuridad de una cueva recóndita. A todos, menos a quienes se aferren al orgullo de justificar sus malas obras, sin dejar que sean corregidas y purificadas por la luz del amor de Dios.

 

En definitiva, el Padre quiere salvar a todos por medio del Hijo, sin condenar a nadie, y ese amor le ha llevado a morir en cruz.