Josep María Romaguera i Bach. Diócesis de Barcelona
Este próximo domingo tenemos el pasaje de la mujer acusada de adulterio. Jesús tiene delante a una mujer que tiene que vivir. Y a unos hombres que también tienen que vivir. Él no ha venido a condenar sino a salvar.
Pauta para el Estudio de Evangelio personal o compartido en grupo
1. Oración para pedir el don de comprender el Evangelio y poder conocer y amar a Jesucristo y, de este modo, poder seguirle mejor y darlo a conocer
2. Anoto algunos hechos vividos esta última semana
3. Leo/leemos el texto. Después contemplo y subrayo
4. Anoto lo que descubro de JESÚS y de los demás personajes, la BUENA NOTICIA que escucho... La dinámica de resolver los conflictos a base de condenar, arrinconar, anular... al otro es común en nuestro mundo. Entre nosotros, también. En mis relaciones, ¿estoy viviendo alguna situación en la que se dé esta dinámica? ¿Cómo la afronto?
5. Desde el evangelio, vuelvo a mirar la vida, los HECHOS vividos, las PERSONAS de mi alrededor... ¿Qué testimonios encuentro ahí de las actitudes de Jesús ante los pecadores?
6. Llamadas que me hace –que nos hace– el Padre hoy a través de este Evangelio y compromiso(s)
7. Oración. Diálogo con Jesús dando gracias, pidiendo...
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Este texto tiene más parecidos con el estilo de Lucas que con el de Juan. Tiene paralelismos con Lc 7,36-50. Y resuena en él la historia de Susana, narrada en el libro de Daniel (Dn 13).
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Además del dato que fariseos y escribas recuerdan a Jesús (5), de que la Ley era muy dura con las personas que cometían adulterio (Dt 22,22; Lv 20,10), tenemos el dato antropológico que nos explica que los colectivos se pueden dejar llevar por la necesidad de sacrificar a alguien cada vez que tienen un problema. El sacrificio provoca un efecto tranquilizante, hasta que aparece un nuevo problema comunitario que llevará a buscar nuevas víctimas.
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En el caso que nos presenta el evangelio, si la víctima a sacrificar no es la mujer, será Jesús (Lc 22-23; Jn 18-19). Es lo que nos decía san Pablo en la segunda lectura del pasado domingo (2Co 5,21). Jesús se pone en el lugar de las víctimas, el único lugar desde el que se puede cambiar esta dinámica perversa.
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Con los datos sobre lugares –“monte de los Olivos” (1), “templo” (2)– y sobre la intención de los interlocutores –“poder acusarlo” (6)–, el evangelista nos sitúa en la Pascua de Jesús.
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La acusación que nos presenta la escena enlaza con el texto que se nos ofrecía el pasado domingo (Lc 15,1-3.11-32): encontrábamos en él a los mismos personajes, “los escribas y los fariseos” (3), que en aquel caso se limitaban a murmurar (Lc 15, 2); ahora ya pasan a la acción (3).
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El hecho planteado, pasar de muerte (5) a vida (11), también nos sitúa en la Pascua de Jesucristo.
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A Jesús le ponen una trampa “para comprometerlo y poder acusarlo” (6). Pretenden que se posicione o bien contra el poder romano, el único que puede sentenciar a muerte, o bien contra la Ley (5). En cualquiera de los dos casos habría elementos para una acusación formal.
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Pero Jesús tiene claro que no se trata de discusiones ni sobre el poder romano ni sobre la Ley. Sabe que quien tiene delante es una mujer que tiene que vivir. Y unos hombres que también tienen que vivir. Él no ha venido a condenar sino a salvar (Jn 3,16-17;12,47).
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El gesto enigmático de “escribir con el dedo en el suelo” (6.8), independientemente de interpretaciones, ayuda a crear expectativas. Hace que estemos más pendientes de la respuesta de Jesús.
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Entre las interpretaciones que se dan a este gesto, hay quien dice que podría referirse al profeta Jeremías (Jr 17,13) que recuerda que es Dios quien juzga a todos los pecadores de Israel, que quedan inscritos en el polvo. Entonces, con este gesto Jesús se dirigiría a la conciencia de los acusadores, lo mismo que hace con la frase que les dice: “El que esté sin pecado...” (7).
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De esta manera Jesús no sólo no se pone contra nadie –ni contra la Ley, ni contra el poder romano, ni, por supuesto, contra la mujer– sino que, incluso, libera a aquellos hombres de hacer mal. La propuesta del Reino no es contra nadie.
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La “mujer” (3.10-11), símbolo del pueblo de Dios –Israel y la Iglesia–, pasa de muerte a vida cuando recibe el perdón incondicional y gratuito de Dios. Es lo que, como pueblo, celebramos por Pascua.
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En el diálogo final entre Jesús y la mujer (10-11) se expresa el diálogo entre Dios y la humanidad. Una humanidad que Él va creando y a la que ama profundamente. Dios quiere que todo ser humano forme parte de su pueblo. Por eso no abandona a ningún miembro de esta humanidad ni al pueblo como tal. Y cuando es Él el abandonado, no condena a nadie sino que alarga la mano para que, quien quiera, pueda volver a empezar.