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Domingo 2º T.O. - A_2023

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Estudio de Evangelio. Oriol Xirinachs Benavent, diócesis de Barcelona

 

15 enero 2023. Jn 1, 29-34

29 Al día siguiente, Juan vio a Jesús que se acercaba a él, y dijo: “¡Mirad, ese es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo! 30 A él me refería yo cuando dije: ‘Después de mí viene uno que es más importante que yo, porque existía antes que yo.’ 31 Yo mismo no sabía quién era él, pero he venido bautizando con agua precisamente para que el pueblo de Israel le conozca.”
32 Juan también declaró: “He visto al Espíritu Santo bajar del cielo como una paloma, y reposar sobre él. 33 Yo aún no sabía quién era él, pero el que me envió a bautizar con agua me dijo: ‘Aquel sobre quien veas que el Espíritu baja y reposa, es el que bautiza con Espíritu Santo.’ 34 Yo ya le he visto, y soy testigo de que es el Hijo de Dios.”
                                                                                                                      
 
          Como continuación de la encarnación, que recuerda el Dios que viene, al inicio de su ministerio, Jesús viene al encuentro de Juan, el cual representa la totalidad de la esperanza de Israel. Por ejemplo: «Viene como un pastor que cuida su rebaño; levanta los corderos en sus brazos, los lleva junto al pecho y atiende con cuidado a las recién paridas» (Is 40,10). El tiene siempre la iniciativa, frente a tantos esfuerzos para hacerle venir: «A mí no me agradan vuestros holocaustos ni vuestros otros sacrificios» (Jer 6,20). «Yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 2,17)
         
          Juan sabe que éste que viene «es más importante porqué existía antes que yo» y sin embargo lo reconoce y presenta como el «Cordero de Dios», que sabemos que hace referencia al Siervo de Dios de Is 53. Y viene al encuentro de Juan para recibir de él el bautismo de aquellos que se reconocían pecadores. «Cristo no cometió pecado alguno, pero por causa nuestra Dios lo hizo pecado» (2Co 5,21), ya que sabe que «Lo que no es asumido no es redimido» (San Ireneo). Jesús quita nuestro pecado asumiéndolo. Y comiendo con publicanos y pecadores, y tocando impuros. Por esto Pablo podrá decir: «Cristo nos liberó de la maldición de la ley haciéndose maldición por causa nuestra, porque la Escritura dice: “Maldito todo el que muere colgado de un madero» (Gal 3,13)
         
          Jesús no se impone, sino que sabe bien que solamente puede traer la salvación si ésta es acogida. Juan se dirige a aquellos que van a él para recibir el bautismo de agua, es decir de conversión. Por esto, a lo largo de la historia ha ido enviando profetas que preparasen el camino por donde llegar: «Juan es aquel de quien dice la Escritura: ‘Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino’» (Mt 11,10), pero no todos le acogieron: «porque Juan el Bautista vino a mostraros el camino de la justicia, y no le creísteis; en cambio, los cobradores de impuestos y las prostitutas sí le creyeron» (Mt 21,32); «Si la gente de la casa lo merece, la paz de vuestro saludo quedará en ella; si no lo merece, volverá a vosotros. Y si no os reciben ni quieren escucharos, salid de la casa o del pueblo y sacudíos el polvo de los pies» (Mt 10,13-14)
         
          Este Jesús ‘más grande’, no lo será por ser un superhombre, sino que será el Espíritu el que hará de él «un gran hombre, al que llamarán Hijo del Dios altísimo: y Dios el Señor lo hará rey, como a su antepasado David» (Lc 1,32). Y será este mismo Espíritu el que permitirá a Juan y a todos los que a lo largo de la historia reciban el bautismo ‘con Espíritu Santo’ que le reconozcan como tal, Hijo de Dios. El mismo Jesús vivirá desde un principio dejándose conducir por el Espíritu: «Luego el Espíritu llevó a Jesús al desierto para que el diablo le pusiera a prueba» (Mt 4,1), y san Pablo nos recordará que: «Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14).
 
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          Debemos reconocer que la Iglesia, mayoritariamente ha vivido de aquellos que ‘han venido a ella’. El papa Francisco ha dicho y repetido hasta la saciedad que «La Iglesia es en salida o no es Iglesia». Colaborando como voluntario en una institución que atiende a las personas sintecho, sólo saben que soy sacerdote aquellos a los que en la conversación he creído que era de justicia comunicárselo. En una ocasión uno de los hombres que lo supieron por uno de estos, me vino a preguntar, si yo era cura; al confirmarle que efectivamente lo era, su respuesta fue: «gracias a Dios que la Iglesia viene a nuestro terreno». Con un compañero sacerdote obrero, a veces comentamos el hecho de no saber o no poder anunciar el Evangelio, en estos ambientes, pero, de acuerdo con la insistencia de Francisco, tenemos claro que es en esta realidad donde debemos estar, como Juan, preparando el camino, ya que él llegará.  O quizás ya está, y nuestra tarea consiste en saberle reconocer y ponerle nombre.
 
          Aquel «igual que los pobres» al que nos invita el Padre Chevrier, difícilmente llegaremos a vivirlo en nuestros países ricos. Aquello de Helder Camara, cuando decía que si ayudaba a los pobres le hacían santo, mientras que cuando denunciaba a los causantes de la pobreza le llamaban comunista, no suele darse hoy entre nosotros. Su pobreza no llega a afectar ni nuestra economía ni nuestra buena fama. Mi pequeña experiencia por haberme acercado a ellos fue el hecho de que en una ocasión me contagié de su sarna. Ello comportó un cierto aislamiento en la residencia donde resido, compartiendo este estigma propio de la miseria que ellos viven. Otras veces compartí experiencia de mi voluntariado; en esta ocasión procuré no publicarlo. Solamente estando dispuestos a ser estigmatizados por asumir la pobreza podremos anunciarles el Reino.
 
          Todos los que hemos ejercido nuestro ministerio en parroquias y ambientes de gente acomodada, por poco pastoralmente bien que actuemos, sabemos lo reconocidos y agradecidos que podemos sentir-nos. No ocurre lo mismo en el mundo de los pobres. De entrada, seremos aceptados por aquello que esperan recibir de nosotros o de nuestras entidades benéficas. Siempre nos verán como aquellos que «podemos, tenemos y sabemos». Con gran sorpresa y alegría mía, en esta institución, al despedirse un de los hombres, después de dar las gracias me soltó: «Oriol, si en algo puedo ayudarte, cuenta conmigo». Un autentico regalo, el que él me veía necesitado como él. Me acogía, y no debería verme tan lejano. Para entrar en el mundo de los pobres hay que pedir permiso: «mira, yo estoy llamando a la puerta: si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaremos juntos» (Ap, 3,20).
 
          «Una Iglesia en salida exige una conversión misionera constante», afirma, también, el papa Francisco. Solemos ir a los pobres desde nuestros proyectos, instituciones, o incluso nuestras ideologías. Incluso suponiendo nuestra buena voluntad, podemos quedarnos en una conversión moral, como la que predicaba Juan Bautista. Hay que reconocer la gran cantidad de entidades, profesionales y voluntarios dedicados a atender a las distintas realidades de pobreza. Pero desde el conocimiento que tengo de las entidades y personas, que en este campo se mueven movidos por el Espíritu, pueden y suelen ser más libres y gratuitos, atender a los más últimos, al no estar condicionados por los resultados exigidos por las administraciones, a veces motivados por intereses partidistas.
 
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          Señor, tú sabes que, sin expresarlo, nuestro mundo, y especialmente los pobres, siguen esperando aquél que puede ofrecerles un camino de plenitud humana y de felicidad. Hoy seguimos necesitando una Iglesia que sepa preparar caminos de encuentro contigo, que ya estás presente entre nosotros. Que, desde la solidaridad con ellos, podamos también decir a nuestra sociedad: “mirad aquellos en quienes hoy sigue haciéndose presente el Cordero de Dios”. Haz de tu Iglesia, no solo una Iglesia acogedora, sino tan servidora que quiera ser acogida por ellos, los pobres.