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Domingo 21 T.O. - C_2022

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Estudio de Evangelio. Ramón Bayarri Palau, diócesis de Valencia

 

Lucas 13,  22 – 30  (21 Agosto)

 

    ¿Quién podrá salvarse? ¿serán muchos? ¿Serán pocos? El deseo de estar a salvo, el deseo de estar seguro en la vida, lo poseemos todas las personas. ¿Pero dónde buscamos esa salvación? ¿Dónde buscamos esa seguridad? La lectura del Profeta Isaías parece sugerirnos que la salvación está en convocar y reunir: “Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua”. En la búsqueda de la salvación individual o en su nacionalismo excluyente; y queriendo protegerse a sí mismo, más bien se pierden.  También –y esto nos lo sugiere el evangelio- hay quien se apoya en privilegios, en enchufes, en exclusivismos… en esa búsqueda de protección  para ser algo.

 

    Dios quiere la salvación para todos y la ofrece a todos por igual. Contra el movimiento de dispersión que lleva al enfrentamiento, a la lucha y a la violencia y, en definitiva, al aniquilamiento. Jesús ofrece el camino contrario: el de la comunión, el del acercamiento y diálogo entre personas y pueblos, en definitiva, el camino del amor.

 

    La palabra del Evangelio es clara y ratifica la idea que ya nos proponía la profecía de Isaías: “Vendrán de Oriente y de Occidente, del Norte y el Sur, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios”. Es el universalismo de la salvación de Dios manifestado en Cristo, que entregó su vida por todos, rompiendo la barrera que nos divide: el odio. A la pregunta que le hacen a Jesús: ¿serán pocos los que se salven? Lo que les dice Jesús es que se esfuercen por entrar por la puerta estrecha. La puerta estrecha era una puerta abierta en las murallas que rodeaban las ciudades de entonces. Había grandes puertas, una o varias, que llegada la noche o ante la amenaza de enemigos, se cerraban a cal y canto. Pero quedaba la puerta estrecha, camuflada, por la que siempre se podía pasar. Esta puerta siempre accesible, tenía sus pegas: no daba para entrar cargado, había que soltar todo lo que no era estrictamente necesario. Se pasaba, pero a base de muchos esfuerzos y bastante renuncia. ¿Nos acordamos del pasaje evangélico de aquel joven rico, al que Jesús le dijo que si quería acompañarle tenía que dejar todas sus propiedades? Pues, eso mismo.

 

     Vemos aquí una llamada a la responsabilidad personal, a las actitudes personales, en contra del camino fácil de los privilegios y exclusivismos. No es la actitud del ¡sálvese quien pueda! Excluyendo a los demás o aún a costa de los demás. La verdadera salvación es comunión, es unión, en racimo, en piña, agarrados unos a otros. No es el odio y la violencia lo que salva, es el amor y la justicia, la paz, la reconciliación.

 

     Los que seguimos a Jesús hemos de demostrar claro en quien ponemos nuestra salvación; si es verdaderamente en Él, o más bien en la precaria seguridad que da el dinero o el poder, o la falsa religión.  Hemos de escuchar muy bien esa advertencia que “hay últimos que serán primeros y primeros que serán últimos”, donde podemos ver una referencia clara a los que se consideran cristianos de toda la vida, pero su cristianismo no es más que prácticas externas y preocuparse de llevar a la vida las exigencias del Evangelio. Hay quien tal vez no tiene inconveniente, por ejemplo, en manifestar que es cristiano y pretender compararlo con actitudes racistas o de desprecio a otras personas. O quienes siguen con regularidad las prácticas y celebraciones religiosas y no sienten ninguna necesidad por comprometerse por la justicia ni a compartir su tiempo y sus cosas con quien lo necesita.

 

    “Comer y beber con Él”, es decir, con Cristo, es tener sus mismos sentimientos y actitudes, es seguir su camino en la entrega a los demás; es acoger al que nos necesita, al excluido, al enfermo, al forastero, tal como Él lo hacía, es estar dispuesto a dar la vida para salvarla.

 

     La vida es amor. Quien vive encerrado en sus propios intereses, esclavo de sus ambiciones, podrá lograr muchas cosas, pero su vida es un fracaso. El amor exige renunciar a egoísmos, envidias y resentimientos. Sin esa renuncia no hay amor, y sin amor no hay crecimiento dela personas.

 

    La advertencia de Jesús conserva toda su vigencia en nuestros días. Sin renuncia no se gana ni esta vida ni la otra. La llamada de Jesús a entrar por la puerta estrecha no time nada que ver con un rigorismo crispado y estéril. Es una llamada a vivir sin olvidar las exigencias, a veces apremiantes de toda vida digna del ser humano.

 

    En la línea con el mensaje de este pasaje evangélico, ¿qué testimonio se nos pide a los cristianos, como individuos y como comunidades ahora que a nuestra sociedad van llegando cada día más, emigrantes, refugiados de unos sitios y de otros? ¿Tememos que nos quiten el bienestar o sabremos estar dispuestos a compartir con ellos?

 

     La Palabra de Dios que hemos leído nos invita también a reflexionar: aparte de lo que “sé” de Dios, ¿qué conozco de Dios por mi experiencia personal? ¿Espero y pido a Dios cosas que, si lo conociera mejor, no las esperaría y pediría? ¿Cómo evaluaría mi oración, tanto la personal como la comunitaria: ¿es rutinaria, superficial o profunda, de “tú a tú”? ¿Me dejo conocer por Dios, estoy dispuesto a “verme” con su mirada y aceptar las correcciones que Él, como Padre, quiera hacer en mí?